Érase un caracol que cuando había lluvia de estrellas, salía a navegar. Y le daba igual: unas veces derrapaba, otras tragaba sopa de sal y siempre adelantaba barcos grandes y cruceros. Sin parar. Los viajeros, sorprendidos, agitaban sus brazos y le saludaban al pasar.
Este fue el mensaje del capitán: “Chicuelo, te vas a hundir un día de estos en el agua, sin más. Porque te crees más veloz que los demás. No entiendes las normas y te vas a agotar. El mar está hecho para grandes marineros que controlan sus barcos con el timón. Saben a qué puerto quieren llegar. Y simplemente van, sin rechistar”.
Había una estrella de mar que escuchó atenta sus palabras y subió trepando hasta la cubierta del barco. “Señor capitán, hay algo que tengo que aclarar, que para eso vivo en este lugar. Quizá sea usted quien no conoce los hábitos de esta masa de agua, tan transparente y con tanta paz. Mi amigo no desea contra la marea luchar, ni depender del carácter de las olas, ni del temporal. Tiene una casita hinchable, llena de chispetas de colores achuchables. En las noches de tormenta, se refugia en su interior, donde la luz propia brilla mejor. Al día siguiente, cuando la fauna marina está de buen humor, continúa su ruta sin temor. Capitán, ¿usted sabe cuál es el secreto del caracol? ¡Pues que él mismo sabe nadar a crol!”.